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Giacomo Leopardi

Giacomo Leopardi

No te veo más…”

Fue esta, según el amigo biógrafo Ranieri, la última frase del poeta de Recanati que moría delante de él en Nápoles. Una frase terrible, llena de atónito dolor. De extravío.


Cómo indicar que ni siquiera la muerte es una experiencia que se cumple estando solos, sino deseando ver aún el rostro amado.

Frente a un “tú”, dominante, y que se ausenta. Como ha sido siempre en la vida dura y en su poesía violentemente hermosa.

Cuántas de sus poesías empezando con “ver”, se fundan en “mirar”. La mirada es el umbral en que el “yo” y el “otro” se encuentran.

Y no se tocan.

Desde que había oído de jovencito el “imperio de la belleza”, Leopardi comprendió que su vida habría sido dominada por aquella atracción. Y por la posibilidad o menos que el otro-bello, el otro-por mí-defectuoso, pudiese quedar en su mirada.


No te veo más… Es un gesto de amor grandioso e imposible también la última frase.

Es el derretimiento de un fin que deja la huella de cada inicio posible.

De hecho, ¿qué es la vida si no verte, amor mío?



No hay que caer en el biografismo con Leopardi. Él mismo se preocupaba de que su filosofía y su poesía no fueran leídas basándose en su biografía. (carta a De Simmel)


En tres pasaportes suyos cada vez se hace una descripción diferente del propietario.
“De pequeña estatura y pelo negro”; “de estatura justa”; “de estatura justa y pelo castaño”. Los aduaneros guardianes de los confines, así como los aduaneros de la literatura, queriendo decir quiénes somos, a menudo terminan teniendo los ojos encandilados. A pesar de la mole sofocante de estudios y análisis de su vida, de sus familiares y amantes y conocidos, su poesía continúa iluminando nuestra biografía más que la suya.


La poesía, de hecho, inquieta la vida de quien la lee, no explica ni tampoco ilustra la de quien la ha escrito. Mientras Ricardo Dusi en el año 38’ tentaba reunir un elenco de las mujeres amadas por Leopardi, llegando a contar 17, muy diferentes entre sí, casi como una especie de equipo de fútbol muy divertido,
De Benedetti avisaba años más tarde, a propósito de la mujer amada: “Quién sea, busca, pero no la encontrarás”. No solamente las denominaciones de origen literario (Nerina, Aspasia) provenientes de los antiguos o del Tasso, son signos de una generalización que supera cada límite biográfico, sino como ha demostrado últimamente Savoca, la misma poesía dedicada a una de las figuras femeninas imperecedera, a Silvia, en realidad cela  el enfoque del problema poético, particularmente importante en los años 28’-30’.



Leopardi sale del reino del principio de no contradicción.

Su pensamiento y su poesía difieren continuamente de las posibilidades fijadas por el canon aristotélico y por la filosofía mecanicista. No confían en el mecanismo progresivo.


No se debate entre ser y no ser. Pero vive en el ser y en el no ser. Queda en la contradicción que motiva la “doble mirada” propia de la poesía, que agita el inevitable movimiento hacia la búsqueda de la felicidad imposible.


Es el movimiento contradictorio que connota la misma concepción del hombre y de su conquista conocible de la vida.

Leopardi es el hombre del casi nada.

Pero ¿qué es “casi nada”? El hombre en la cumbre de su proceso conocible se “confunde casi con la nada”. Un problema epistemológico enlazado con un problema ontológico. Además “confundirse” es el verbo que indica una acción (como el naufragar) en que conocimiento y ontología se unen.


En una frase del Zibaldone del año 23’, Leopardi nota una frase sobre el sentido de pérdida que el hombre advierte frente a la multitud de mundos estrellados cuando le aparecen de noche, en el universo. “Niuna cosa maggiormente dimostra la grandezza e potenza dell’umano intelletto, né l’altezza e nobiltà dell’uomo che il poter l’uomo conoscere e interamente comprendere e fortemente sentire la sua piccolezza.
Cuando él, considerando la pluralidad de los mundos, siente que es la infinitésima parte de un globo, que es la mínima parte de uno de los infinitos sistemas que componen el mundo, y en esta consideración asombra por su pequeñez, y sintiéndola profundamente, y volviéndola a mirar de mucho propósito, se confunde casi con la nada, y casi se pierde en el pensamiento de la inmensidad de las cosas, y se siente tan perdido en la inmensidad incomprensible de la existencia, por lo tanto con este acto y con este pensamiento él da la mejor prueba de su nobleza, de la fuerza y de la inmensa capacidad de su mente, que está encerrada en tan pequeño y diminuto ser, puede llegar a conocer y a comprender cosas mucho más superiores de su natura, y puede abarcar y contener con el pensamiento esta misma inmensidad de la existencia y de las cosas.”



Esta es una consideración muy aguda, “el hombre llega a confundirse casi con la nada.” En este sentimiento de ser casi nada, el hombre se pierde y al mismo tiempo sabe que es el único punto en el universo que tiene conocimiento de todo lo que existe. 


El hombre de Leopardi no sólo sabe, sino que para convencerse de lo que capta con la mente también debe observarlo con mucho propósito y sentirlo intensamente. La verdad no consiste en poner de manifiesto algún teorema. No es descubrir una idea, sino ser persuadidos también  por un sentido de la verdad. Lo deja claro en una de sus meditaciones zibaldonescas. Esto implica que, incluso sin el sentido de la verdad-que puede ser ineducado como el sentido de la belleza- una capacidad natural del hombre se aridece y pierde impacto en la vida. 


La fuente de todo “sentido”, de cualquier accesorio oído hablar, de cualquier movimiento del ser humano, Leopardi la advierte en el amor hacia sí mismo, que es el amor suyo, es decir, el amor y la tolerancia del propio yo existente, no el amor propio de los vanagloriosos.



Hace unos años junto con mi amigo poeta Valentino Fossati recopilé una curiosa y tal vez no del todo olvidable antología de escritos de amor de Leopardi. (Leopardi, el amor. Garzanti) 

El centro del pensamiento leopardiano es el problema del amor, entendido sobre todo como amor por sí mismo. A partir de este vortiginoso, dramático centro viene todo el movimiento, febril, impresionante, muy ilustrado y también lleno de azares del pensamiento poético de Leopardi. 

Aquí se arraiga todo el sistema contradictorio de su pensamiento poético. Hasta las últimas ramificaciones del pensamiento sobre la sociedad y la historia, vistas como el reino de la miseria y de la injusticia. 

Cuando “miraba” a sí mismo con un vestido azul que le regaló su hermana Paulina, ¿qué podía pensar  del “misterio eterno de nuestro ser?” 


Pero lejos, lejos de la biografía. Es común a todos la experiencia profunda de ser por sí mismos motivo de amor y de escándalo. Tan pronto el sí mismo como dato presente, como entidades que observamos vivir desde un lugar perdido hasta nuestro propio íntimo- sintiéndonos, analizándonos, atormentándonos, mimándonos… - pero sobre todo como “destino”. 

Aquel pensamiento lúcido y contradictorio sobre el deseo de una felicidad imposible vuelve, se perfecciona, se oscurece, se abisma y reaparece en toda la poesía y el pensamiento de Leopardi. 


Ya en la primera experiencia de amor, que nace en ocasión de la visita de la prima Gertrude Cassi y que conlleva, como ha señalado agudamente Riccardo Bacchelli, a el análisis de todos los matices de la experiencia amorosa concentrados en una semana, y que está marcada por Leopardi como el origen del imperio de la belleza. No del amor. Y si impera la belleza y no el amor, la vida se llena de heridas. De abismos. Los poetas lo saben, lo viven, como todo el mundo. 

En Leopardi desde el principio no se tiene la certeza de un tú que corresponda a la experiencia amorosa. Un imperio y no un abrazo. Una carnalidad inalcanzable -de acuerdo con la expresión que un leopardiano como Pasolini indica como el origen de su propia experiencia poética- que se canta en el himno “A su mujer”. Ya era así en los tiempos de su prima. El imperio de la belleza, no un tú al que corresponder. La poesía “A su mujer”,   considerada una cumbre, una “poesía única” tanto por los críticos como De Sanctis, como por los lectores apasionados como don Giussani, representa uno de los momentos de mayor compromiso y explicación de las tensiones del pensamiento y de la imaginación poética leopardiana. Es concebida al mismo tiempo en que Leopardi quiere volver a las Operette, aquellas irónicas y amargas  meditaciones contra los positivistas y progresivistas de diversos tipos. No es casualidad que la Academia de la Crusca en los años 30' no adjudicara el premio a las Operette de Leopardi, sino a “La historia de Italia” de Carlo Botta. Vanidad de los premios literarios ... 

En la poesía “A su mujer” se produce un cortocircuito prodigioso y conmovedor: un himno de “amante desconocido” a una mujer cuyo rostro, cuya “querida” belleza, sigue siendo desconocido, inalcanzable. Como una voz de la oscuridad a la oscuridad. Pero ¿de quién a quién? Toda la poesía - la misma posibilidad del decir poético- aquí consigue uno de sus espectaculares escenarios y de sus hermosos desastres. En este texto, que contiene los motivos típicos del Leopardi como pensador antiplatónico, defensor de la centralidad del cuerpo, antispiritualista, se ejerce una especial caída de la voz en la oscuridad. Pero luego no, la voz no decae. Cayendo sigue quedándose. Voz fuera del principio de contradicción. ¿Qué himno es, qué clase de himno puede elevarse de un amante desconocido a una amada desconocida? ¿No es una contradicción de himno imposible sin embargo presente? Una maravillosa poesía de amor y que a la vez no es amor. Aquí se reúne el poder de dolor, de extravío, y de tensión amorosa que se convierte en absoluto desastre. Pero de ese desastre es la poesía la luz, su fuerza inevitable. No es la medicina, sería poco, y es inútil contra-ser. La poesía es contra-ser de la nada. Aquí se ve, aquí sucede. 


En una primera versión de la poesía, Leopardi había escrito para el incipit: “Diva belleza...”. Luego lo ha sustituido por el más emotivo y por tanto en este caso más extraviado: “querida”. Como para aumentar la angustia. No se está dirigiendo a una divinidad, sino a un ser querido, a alguien que merece su corazón, su cariño. Pero se trata de una carnalidad inalcanzable. Es la misma experiencia de amor que quema en las elegías de Rilke. Y sus amantes se tocan, y cómo, pero al mismo tiempo sintiendo en la palma de la mano una promesa de eternidad y de algo fugaz. Vortiginoso movimiento de cada presencia. Se beben, los amantes de Rilke, se superan en el deseo el uno con el otro -lograda carnalidad aparente- pero después de ese “sentir” no hay otra cosa que la desaparición, el “silencio de nosotros”. Escándalo y grandeza del ser humano. Estar en el umbral de aquel “casi” nada, en el que nos confundimos mirando el infinito, las estrellas, y también amando, abrazando a la propia mujer, hijos... Y todo,  también Dios parece imposible e inalcanzable si no tiene rostro. Unos años más tarde, de hecho, el joven poeta Arthur Rimbaud, que había sentido la amargura de la belleza, imperiosa y descarnada, habría gritado sarcástico y genial “¡A través del espíritu se va a Dios- desgarrador infortunio!”



Pero en cambio Dios -belleza insondable- vino a través de la carne... Leopardi (y Rimbaud) no tuvieron experiencia. Su cristianismo, o lo que llamaban así, era un “sistema” de pensamientos y de normas lejos del vivir. Era un sistema de creencias y de preceptos. Leopardi, a pesar de algunas delicadas expresiones de devoción infantil, asigna el nombre de “Cristo” a la rima “tristo”. Pero nunca fue anticristiano, Giacomo. Más bien feroz y acre antispiritualista y polémico con cada evangelización orientada al optimismo.

Aquella misma rima “Cristo / tristo” vibra en una polémica contra aquellos “que de Cristo enemigos fueron hasta hoy” y que se sienten ofendidos por su “hablar”, porque “el vivir yo llamo árido y tristo”.

Leopardi cumple un acto de polémica antiplatónica en “A su mujer” -el más platónico de sus textos. Niega la existencia del objeto deseado y sigue derritiéndose por ello. Quien lee a un poeta como a un filósofo, y cree que un texto de poesía puede leerse como un paso superado porque el pensamiento siguiente sigue avanzando (y en el caso de Leopardi, hacia una negación desolada de cualquier rastro de vida si no tan extrema, lábil flor de ginesta en el desierto de lava) no reconoce la sustancial diferencia entre la verdad de la poesía y la verdad de una filosofía. Esta, por naturaleza,  buscando pensativamente su propio objeto, procede superándose, desviándose, corrigiéndose. La poesía transmite gestos, transmite por la vía sus textos. Que no son etapas de un discurso, sino las piezas especiales de verdades que quedan. Como si cada paso duro y desastrado de un poeta no fuera sino el penetrar a través de aquel texto -como dice Pascoli admirador del “muchachito” (fanciullino) Leopardi o Montale en su “Los Limones”-en el “medio de una verdad”.



Al igual que en la poesía “A Silvia”, en los versos de “A su mujer” no sólo se obtiene un gran tributo a una figura (allá fugitiva, aquí ausente), imprimiéndole para siempre, escalofrío de luz de sombras, huella, en nuestra imaginación. También está haciendo algo que se refiere a la poesía. Si en “A Silvia” - que es de 5 años más tarde, en el año 28, después de una intensa reflexión sobre la poesía y sobre sus formas y orígenes -como lo ha demostrado bien  el profesor. Savoca, vuelve el “canto” como  presencia y voz contemporánea a la vida que se pierde, es en “A su mujer” que aquel canto sabe ser imposible.


Una contradicción del himno. Un canto de lo desconocido a lo desconocido. Un canto de la nada: ¿pero la nada por lo tanto puede ser eco de un canto y ser la nada? ¿o se está presentando algo que supera por todos los lados a nuestra imaginación? 

El manuscrito muy trabajado y su colocación en el mismo periodo de las Operette, hacen que el Himno-no-Himno leopardiano sea una premisa, o más bien una condición paradójica de allí para que haya el canto “A Silvia” y el supremo en su movimiento de contradicción del Pastor errante. Allá donde con excelente construcción de métrica rítmica -y no cuantitativa como él deseaba en el camino de una tradición que fue reconstruido específicamente y con varios vaivén recostruidos desde Dante a Homero a los antiguos- arquea su canto extremo, su salmo imposible entre las rimas en -ale, volátiles, extremas y contradictorias: mortal/natal. Y donde entra en la escena en otro Himno de amante desconocido, en un canto lleno de preguntas y de precipicios, una figura retórica que llamaré “sentencia dudosa”. 


¿Qué es? 



El canto nocturno de un pastor de Asia se compone en 1830. Es una especie de milagro, como todas las grandes poesías. 


Es el salmo de la modernidad. 

El poeta fue impulsado por la lectura en una revista de un informe, digamos, sobre un viajero de lo que hoy llamamos Afganistán. Se contaba de estos pastores nómadas que vagaban por las tierras infinitamente lejanas de Asia Central, entonando canciones muy tristes. 


Leopardi imagina a uno de estos pastores, e introduce su voz de hombre muy culto del siglo XVIII-XIX en el pastor, que era el ejemplo del hombre en su naturaleza universal, y de alguna manera hace una síntesis muy rápida, para expresar la siguiente opinión: yo, el hombre más culto del mundo, y el pastor, el hombre más inculto, tenemos básicamente las mismas preguntas. 

No es una deuda con la concepción de Rousseau. El pastor no es el buen salvaje. Incluso no es seguro de que sea “bueno” y fuera de aquella corrupción que según Leopardi es la constante en la historia humana. Pero es el hombre universal. Su canto es el “grito unánime” como diría Ungaretti. 

 

En el año 24 Leopardi señalaba que había escrito pocos poemas y cortos. Este poema llega seis años más tarde, y nace de aquella clase de “ispirazione (o frenesia) sopraggiungendo la quale in due minuti io formava il disegno e la distribuzione di tutto il componimento. Fatto questo, soglio sempre aspettare che mi torni un altro momento, e tornadomi (che ordinariamente non succede se non di là a qualche mese) mi pongo allora a comporre, ma con tanta lentezza, che non mi è possibile terminare una poesia, benché brevissima, in meno di due o tre settimane.”

El método de composición del Canto nocturno es similar. Pero la naturaleza del canto en Leopardi -titulará así su colección, “Cantos”-, a través de los versos de “A su mujer”, y de “A Silvia” ha sido aclarada y a la vez oscurecida. Un canto-no-canto. Un himno del casi nada. ¿Qué son estos cantos en la nada?


Empieza así: “Che fai tu, luna, in ciel? dimmi, che fai, / silenziosa luna?/ Sorgi la sera, e vai, / contemplando i deserti: indi ti posi. / Ancor non sei tu paga / di riandare i sempiterni calli? / Ancor non prendi a schivo, ancor sei vaga /” -sei desiderosa, tu luna come una persona anche se nulla ancora di lei è segnalato come personale, ma il desiderio sì– “di mirar queste valli? / Somiglia alla tua vita / la vita del pastore. / Sorge in sul primo albore; /” -“move la greggia oltre pel campo, e vede / greggi, fontane ed erbe; / poi stanco si riposa in su la sera: / altro mai non ispera. / Dimmi, o luna: a che vale / al pastor la sua vita, / la vostra vita a voi? dimmi: ove tende / questo vagar mio breve, / il tuo corso immortale?”.



El primer verso da el ritmo general. La pregunta no es sólo una pregunta, sino que es una pregunta replicada. Hay una réplica por todo el canto. Como una onda de retorno. Para exceso, por tristeza, por emergencia...

Hay aquel vocativo “dime” que marca un movimiento de réplica.

En todo el texto encontraremos este movimiento de duplicación, en el sentido de crecimiento, del aumento o de la contradicción. No es lineal, a pesar de su maravillosa andadura musaica. Es una ola, casi una elipse, como el mismo movimiento de la vida en el ADN o en las olas del mar.


Así que se entabla esta comparación entre el corto ciclo del día del pastor y el largo ciclo  de la luna.

En la segunda estrofa retoma una metáfora de  Petrarca del número 50 del Cancionero- porque Leopardi sabía copiar, como todos los grandes autores: “Vecchierel bianco, infermo, / mezzo vestito e scalzo, / con gravissimo fascio in su le spalle, / per montagna e per valle, / per sassi acuti, ed alta rena, e fratte, / al vento, alla tempesta, e quando avvampa / l’ora, e quando poi gela, / corre via, corre, anela, / varca torrenti e stagni, / cade, risorge, e più e più s’affretta, / senza posa o ristoro, / lacero, sanguinoso;”. Es una metáfora del hombre ya convertido en viejo, que ha recorrido un largo camino: se fue por las montañas con un pesado haz en los hombros, es decir por momentos ásperos, y por el valle, es decir, dulces momentos. El hombre, por lo tanto, hace una vida variada, la de nosotros: hay momentos hermosos, momentos calientes, momentos fríos, momentos dulces y agudos. Primero le ha preguntado a la luna: ¿a dónde se dirige todo este andar? ¿Para qué sirve estudiar, graduarse, hacer el “Erasmus”, enamorarse, tener hijos, gastar el dinero? ¿Para qué sirven estos momentos diferentes? Llega a una terrible conclusión: “… infin ch’arriva / colà dove la via / e dove il tanto affaticar fu volto: / abisso orrido, immenso, / ov’ei precipitando, il tutto obblia”. ¿A dónde va todo este cansarse? A un horrible abismo. Es decir, todo este esfuerzo, después de todo, es para nada. El horizonte hacia el que vamos es, básicamente, nada.

Y con gran agudeza añade: no sólo “nada”, porque lo peor que puede suceder, lo sabemos, no es “nada”. Lo peor es el olvido.

Hay una cosa que es peor que la experiencia de nada que se hace, por ejemplo, ser dejados por  la novia: ser olvidados por ella. Lo que realmente el hombre no puede soportar es el olvido, la indiferencia es como la nada multiplicada. El olvido es la nada que va en contra de algo, de alguien. Es la organización de la nada para echar por tierra a alguien, algo  incluso en la memoria.

Y luego la sentencia que cierra estrofa: “Virgen Luna, tal / es la vida mortal”. Recuerdo que una de las últimas veces que leía esta poesía en público -ha ocurrido varias veces- yo estaba en Palermo, y leía estos versos y allí me detuve y dije: «Abismo horrible, inmenso: ¿Qué otra cosa hay? ¿Qué más quiere decir? ¿Qué hay que añadir?». Pero en cambio él vuelve a empezar. Hay un movimiento de esta poesía que es como el movimiento de la vida: Leopardi es como si quisiera cerrar la poesía y luego queda allí a hablarte. Conocéis a aquellas personas que se despiden y luego se quedan? «Chao, hasta pronto». Y luego no se van. Es lo mismo que decir que la despedida no es la última palabra. De hecho, empieza de nuevo, y dice: “El hombre nace con fatiga, / y es riesgo de muerte el nacimiento”. Nacer, se sabe, sobre todo en aquella época era un riesgo.
“Prova pena e tormento / per prima cosa; e in sul principio stesso / la madre e il genitore / il prende a consolar dell’esser nato”. He aquí: en este caso no estoy de acuerdo con Leopardi. Cuando se lee un autor, hay que interpretarlo, es decir, hay que compararlo con la propia experiencia. Por ejemplo, yo tengo cuatro hijos, bastante pequeños, y sé muy bien que no es cierto que lo primero que se hace es consolar al bebé por haber nacido. No es cierto. Lo primero -aquí se nota que Leopardi no tenía hijos, que en este momento prevalecía en él el intelectual más que la experiencia- lo primero que haces antes de tu hijo que nace es comprobar la consternación, no sabes qué decir , piensas: «¿qué es esta cosa?» Entre otras cosas, asistir a un parto es una de las experiencias más extraordinarias que pueden pasar, porque es un hecho al mismo tiempo absolutamente natural y absolutamente excepcional. Es como estar dentro de una gran corriente. Ningún padre, cuando un hijo nace, consuela al hijo por haber nacido; lo primero que dice o piensa: «¿quién eres tú? ¿de dónde vienes?». “Poi che crescendo viene, / l’uno e l’altro il sostiene, e via pur sempre / con atti e con parole / studiasi fargli core, / e consolarlo dell’umano stato: / altro ufficio più grato / non si fa da parenti alla lor prole. / Ma perché dare al sole, / perché reggere in vita / chi poi di quella consolar convenga?”.
Quiero decir, ¿por qué dar a luz a un hijo, si luego debes consolarlo? El hecho de que no se responde a esta pregunta es el motivo por el cual en Italia prácticamente no se tienen hijos. Mis coetáneos han dejado de tener hijos porque frente a esta aguda observación de Leopardi quedan sin palabras y no saben qué decir. O también, ocultando una especie de egoísmo, dicen: «no quiero dar a luz a un hijo para hacerlo sufrir». Tanto estás en el mundo y muchas veces te diviertes. Así que hay un aspecto de egoísmo disfrazado, que nunca es agradable. Y además: “Si la vida es tan desventura / ¿por qué por nosotros dura?”. Aquí el poeta está entrando en la cuestión real, que es el hecho de que el hombre es habitado por una gran contradicción: este es el punto que Leopardi, como todos los grandes artistas, revela. Es decir, el hombre es un problema que no se resuelve por sí solo y el último aspecto del problema es el siguiente: ¿por qué se nace, si luego piensas que la vida es una desgracia? ¿Por qué dar a luz a un hijo si piensas que necesita consuelo? ¿Por qué esta contradicción? Dice: “intacta luna, tal / es el estado mortal”. Anteriormente había dicho: “Virgen luna, tal / es la vida mortal”, y concluye diciendo: “Pero tú mortal no eres, y tal vez de mi poco te bajas”, poco te importa. En otras palabras, cambia un poco la relación con la luna y sigue siendo la antítesis entre el estado mortal del hombre y la inmortalidad de la luna.




La estrofa siguiente es la más larga y conmovedora: “Pur tu solinga, eterna peregrina, / che si pensosa sei, tu forse intendi, / questo viver terreno,/ il patir nostro, il sospirar che sia; / che sia questo morir, questo supremo / scolorar del sembiante, / e perir dalla terra, e venir meno / ad ogni usata, amante compagnia”. El poeta se detiene en el tema del dolor -nuestro sufrir-, y de la muerte, pero a este respecto no le basta con decir “morir”: tiene que tener presente el rostro de la persona amada que pierde color para poder hablar de la muerte, si no es como hablar de filosofía.

Y luego sigue adelante y escribe: “E tu certo comprendi / il perché delle cose, e vedi il frutto / del mattin, della sera, / del tacito, infinito andar del tempo. / Tu sai, tu certo, a qual suo dolce amore / rida la primavera, / a chi giovi l’ardore, e che procacci / il verno co’ suoi ghiacci. / Mille cose sai tu, mille discopri, / che son celate al semplice pastore.”. Hay que tener en cuenta la insistencia que crece con el progreso de los versos: “tal vez tú quieres decir” - “ sin duda tú entiendes” - “tú sabes, tú cierto” - “mil cosas sabes tú” ... Esto significa que la razón no está satisfecha con el cierre revelado en los versos anteriores. Luego viene aquella expresión hermosa:  mirada hermosa “tú sabes, tú cierto de cuál su dulce amor / se ríe la primavera”, porque se ve que en primavera las cosas sonríen, las flores, la naturaleza se parecen a una sonrisa. Así que Leopardi, que deja que las cosas lo golpeen se pregunta, ¿pero esta sonrisa de la naturaleza es demencial? ¿Es como una sonrisa tonta? ¿Es una sonrisa hacia la nada? ¿O a caso tú luna sabes de qué amor se ríe la primavera? ¿De qué dulce amor, de qué se ríe la naturaleza yo no lo sé, pero tú, luna, tal vez lo sabes. “Spesso quand’io ti miro / star così muta in sul deserto piano, / che, in suo giro lontano, al ciel confina; / ovver con la mia greggia seguirmi viaggiando a mano a mano; / e quando miro in cielo arder le stelle; / dico fra me pensando: / a che tante facelle?” –tante luci– “/ che fa l’aria infinita, e quel profondo/ infinito seren? Che vuol dir questa/ solitudine immensa? ed io che sono?”.

Recuerdo que una vez iba a la montaña con mi hijo, el mayor, que se llama Bartolomé; en aquel entonces tenía pocos años y de repente me hizo la pregunta que todos los niños hacen: «¿Papá, qué es eso?» «¡Bartolomé, es una montaña !». Y él: «¿Qué es lo que hace la montaña?». «Bueno, dije «la montaña hace la montaña, ¿qué quieres que haga la montaña?». Y es la misma pregunta de Leopardi, «¿Qué hace el aire infinito?». Por lo tanto, el más sabio de los poetas y el niño que comienza a usar la razón, como están abiertos a la realidad y se dejan golpear por las cosas, entonces se preguntan: «¿Qué hace el aire?». La primera pregunta no es «¿qué es?», «¿de que está hecha?», es decir, no está diseñado para desmontar la realidad con el análisis. El niño, y el hombre muy pensativo, se preguntan qué hace la realidad, es decir cuál es la acción, el movimiento, el objetivo - podríamos decir - que hay en la realidad, en la montaña. ¿Qué hace la montaña? ¿Qué hace la belleza de aquella mujer? ¿Qué hace la luz? ¿Qué hace el aire? ¿Qué hace mi vida? ¿Qué hace el dolor que me nace por dentro, el amor que surge de mí? ¿Qué hace? Es decir, ¿para qué? ¿Qué movimiento tiene? Esto se lo pregunta el niño o el artista, o  de todas formas el hombre verdaderamente  abierto. Cuando el hombre no tiene más preguntas a este nivel, la realidad se convierte en una cosa que al máximo hay que pellizcar, mordisquear para no aburrirse, porque una realidad mordisqueada es aburrida; mientras que el problema es entender el movimiento que hay en las cosas, comprender a dónde se dirigen.



“Così meco ragiono: e della stanza / smisurata e superba, / e dell’innumerabile famiglia; / poi i tanto adoprar, di tanti moti / d’ogni celeste, ogni terrena cosa, / girando senza posa, / per tornar sempre là donde son mosse; / uso alcuno, alcun frutto / indovinar non so.”. Non so la risposta, ma pongo la domanda. E poi dice: “Ma tu [luna] per certo/ giovinetta immortal, conosci il tutto. / Questo io conosco e sento, / che degli eterni giri, / che dell’esser mio frale, / qualche bene o contento / avrà fors’altri; a me la vita è male.”. Es tan inquebrantable el deseo de  infinito de la razón y del corazón para comprender la naturaleza de las cosas, que uno llega a afirmar que a pesar de que él no es capaz de llegar, alguien más lo logra. 

Además hay un texto, en el que Leopardi hace una comparación entre él mismo y el rebaño, entre él y el animal, introduciendo el gran tema del aburrimiento, del tedio, que creemos es típico de la modernidad, del siglo XX, mientras que ya Baudelaire y otros poetas del siglo XIX habían hablado de él. Leopardi se pregunta por qué la oveja, si está tumbada bajo la sombra,  tranquila y satisfecha, mientras que el pastor, incluso en aquellos momentos de descanso, se siente invadido por una sensación de incomodidad, por un estímulo que casi lo “pincha”. El hombre, incluso aquel natural, el buen salvaje contemplado por Rousseau del que el poeta se distancia- no es feliz. ¿Por qué el hombre está hecho de una extraña inquietud por la que nunca está satisfecho? ¿Por qué hay este tedio? ¿Qué es este aburrimiento? El aburrimiento no es otra cosa que el signo supremo del hecho de que lo que hay no es suficiente, que no existes por lo que tienes, que todas las imágenes -como diría Montale-  llevan  escrito: “más allá, más allá”. Lo dice también otro gran poeta, que es Rebora: cuando agarras algo que es como si sintieras un grito por dentro: «¡No es por esto! ¡no es por esto!» que estás viviendo. Luego, hacemos carrera, se gradúa, se toma a una mujer, o a mil, pero es como si todo esto no fuera adecuado para el tamaño de su corazón. “Bastante” no es “suficiente”. Tanto es así que, como decía un viejo libro, la Biblia, el hombre es “abyssum abyssus invocans”, es decir  es un abismo que llama a un abismo, está hecho de algo tan grande que desea algo igualmente grande. 



Al final del Canto nocturno Leopardi intuye también una de las más grandes tentaciones de nuestro tiempo. 

En pocos versos, por lo tanto en pocos segundos,  borra una de las mayores formas de idolatría de la modernidad, el cientificismo, no la verdadera ciencia, sino la ideología con la que se supone que el hombre puede resolver sus conflictos a través de los logros de la ciencia y de la tecnología. De esto habla un gran poeta como Auden en su poema “La edad de la ansiedad”, en el que dice que ahora parece existir una cierta actitud. Como si fuera sólo una cuestión de tiempo, pero dentro de poco llegaremos a resolver lo que somos, la pregunta que somos. Se ve en algunos de sus miembros -científicos, pero más a menudo ideólogos: dejadnos trabajar en paz, no prestad atención al coste de la dignidad o de la vida, dejadnos hacer, estamos a punto de encontrar la solución a todos los males. 

En cambio Leopardi (como Auden y todos los grandes poetas) sabe que esta utopía no sostiene y, con una imagen extraordinaria, la poesía termina así: “Forse s’avessi io l’ale / da volar su le nubi, / e noverar le stelle ad una ad una, / o come il tuono errar di giogo in giogo / più felice sarei, dolce mia greggia, / più felice sarei, candida luna. / O forse erra dal vero, / mirando all’altrui sorte il mio pensiero”. Aunque si ahora volamos de un lugar a otro muy rápidamente, y hemos “incluido” las estrellas una a una, es decir hemos descubierto que Leopardi prefigura como distantes y maravillosas, increíbles, nosotros sabemos muy bien que esto no es la respuesta a la pregunta de verdad, de felicidad, de libertad y de belleza que tenemos. No es la adquisición de cosas tecnológicos y científicas y que nos facilita la vida, que nos da la felicidad. Nosotros esto lo hemos aprendido, ¿no? Se produjo la gran ilusión del positivismo, y Leopradi incluso en aquel entonces intuía que el tedio no estaba resuelto por la tecnología. 

En los últimos, extremos versos vuelve la visión negativa, pero de una manera que yo llamo  “sentencia  acasada”; “Acaso” - este hermoso “¡acaso!”-  “in qual forma, in quale / stato che sia, dentro covile o cuna, / è funesto a chi nasce il dì natale”. Y este es el pesimismo de Leopardi, su visión pesimista de la vida, reiterada también en el sonido de la rima de percusión en -ale, en la que por todo el texto resuenan juntos “natal” y “mortal”.


En la conclusión del Canto nocturno me llama la atención aquel “acaso”, repetido tres veces. Como una sentencia que desconfía en el mismo momento en el que se realiza. Como un gancho al que se cuelga, de forma similar a lo que sucede en ciertos cuadros de Bacon, el colapso final de la existencia, su carcasa vacía, mortal... ¿Pero cómo puede ser definitiva una sentencia si, sin embargo, está colgada al gancho del acaso? Qué tragedia se cancela en el momento mismo en que se pronuncia la sentencia. El “acaso” no elimina el peso, la pesadez de la caída pesimista de cada esperanza. Y, sin embargo, al mismo tiempo se pone en duda en el mismo momento en el que no nos cae encima. No se trata sólo, como algunos argumentan con razón, de que la propia  belleza del texto y de la poesía en general parezcan negar la nada. No sólo es aquel extraño supremo violento certamen entre la belleza y el nihilismo. Es también, interna a la misma exhausta y final deposición de toda esperanza, la presencia de un gancho, de un acaso, de una toma o continuación que nos obliga a mantener la boca abierta, los ojos, el corazón. El poeta no es un filósofo. El “acaso” no niega la “nada”. Pero la engancha. Nos lo hace temblar ante los ojos en toda su gama de fatalidad. Pero a la vez nos ofrece el gancho, como el “casi” del pensamiento del Zibaldone. 



Una sentencia acasada, movimiento unisonante con la pregunta contestada. Y con aquella expresión del año '23: ¿qué significa que el hombre sorprendiéndose por la variedad y la inmensidad de los mundos, observando el cielo nocturno está casi confundido con la nada? Intentáis decir a una chica: «¡eres casi bella!»,  se enoja porque o eres bella o eres casi bella. El casi bella -en literatura sería un oxímoron- es una contradicción, porque una cosa o es bella o es casi. De la misma manera suena aquel: “acaso es fatal”: es fatal y es "acaso”. No es un aut-aut, sino un et-et. Ya no estamos con Hamlet: ser o no ser. Sino ser y no ser. Esta es nuestra condición. Leopardi no juega con las palabras, comprende-y aquí está su grandeza, que es típico de otros artistas ya mencionados y de otros que realmente han inaugurado la modernidad (como Dostoyevski, otro polémico en contra de la “modernidad” supuesta de las élites filosóficas y periodísticas de su y nuestro tiempo) que la naturaleza humana está estructurada de una manera incompatible, con una contradicción. Un ser que no se resuelve por sí sólo, que no encuentra el destino. Un oxímoron es una frase en la que los elementos se contradicen entre sí, pero no se eliminan. Leopardi vuelve a proponer este problema una y otra vez, que es una fuente de escándalo para la mentalidad de todos los tiempos, de su tiempo y aún más de los nuestros: nos hace ver que la presunción de que el hombre se tiene que resolver a sí mismo está destinada como siempre a un tipo de impasse, de drama. Lo vuelve a proponer escándalo para nosotros los poetas, con sus “Cantos”. No con la mezquina facilidad de los discursos o de la poesía prosística o violada. Pero con sus cantos muy remotos, maravillosos. Llevando aquel casi nada dentro de la misma naturaleza vehemente del canto humano: hermoso, casi perfecto.

Leopardi, Giacomo, Cantos, Espiral Maior, Culleredo,1998.
Leopardi, Giacomo, Zibaldone de pensamientos: una antología, Tusquets, Barcelona, 2000.